El tipo se reclina hacia atrás de nuevo mientras gruñe. «¡Maldita silla!», exclama, y su queja se mezcla con el crujido de la piel del mueble. Se mueve, culo inquieto, y yo observo con atención cómo los tornillos que sujetan el asiento al armazón de la silla se van aflojando. Desde mi posición los veo todos, aunque no a la perfección, ya que mi vista empieza a fallar. Al fin y al cabo tengo mis años. Pero lo peor no es la paulatina pérdida de visión acorde a la edad, lo peor es el dolor de huesos y la sensación de mareo estando retorcida en el suelo.
No puedo flaquear ni desatender la estabilidad del jefe.
«¿Estás ahí?», me pregunta, y yo afirmo con un monosílabo, tragándome las ganas de añadir una coletilla fácil de disgusto.«Aaaah… maldita silla, ¿verdad?». El tipo se echa hacia delante y acto seguido se vuelve a recostar, se echa hacia delante y se recuesta, y así varias veces, en bucle, acompañando a sus quejidos. Los tornillos se mueven, y rauda y veloz me apresuro a apretarlos de nuevo como puedo con los dedos.
Mis dedos… Dedos como alambres. Largos y retorcidos. Apenas me responden. Pero consigo apretar los malditos tornillos.
«No puedo cambiar la silla, no puedo», se queja el tipo, y en uno de sus movimientos agarra con fuerza un canuto hecho con un billete enrollado y lo enciende. Comienza a fumárselo. Gracias a esto guarda silencio y prosigue con sus tareas.
Mientras, yo, atenta a la silla, me aseguro de que la sujeción sea segura para que su culo no acabe en el suelo. La ceniza me cae encima, también las virutas de plástico que van creando los tornillos de la silla al desplazarse.
Acaba su peculiar cigarrillo y vuelve a moverse, y los tornillos con él, con ese vaivén nervioso. Los voy apretando a medida que van sobresaliendo. Ya no soy tan rápida como antes, hago lo que puedo. Mis dedos tiemblan y bailan alrededor de la cabeza de cada remache. Empiezo a reaccionar a destiempo.
Entonces, un tornillo cae al suelo, provocando un ruido seco que hace eco en el interior del despacho. El tipo se queda petrificado. Segundos después me busca con la mirada. Yo me encojo bajo la silla, al tiempo que trato de encontrar el maldito tornillo en la moqueta impoluta.
«No puede ser», asegura el jefe, «no podemos permitirnos esto».
La silla… La silla tiene que aguantar, y yo tengo que ser capaz de mantenerla a punto. Pero no lo he conseguido. ¡Se podría haber caído junto con aquel tornillo! Drama…
Agarra el teléfono y escucho cómo golpea los números de alguna extensión.
Voz ronca, preocupada, lastimera.
Sustitución.
La puerta se abre y aparece una joven de aspecto sobrio y lozano, un poco menuda. Con movimientos mecánicos llega hasta mí, y sin mirarme, se sienta a mi lado.
Ya entiendo…
Me incorporo no sin dificultad. Consigo ponerme en pie pero no levantar mi torso hasta tener la espalda recta. Inclinada hacia delante, comienzo a caminar con torpeza, dolorida, debilitada, envejecida. Las piernas apenas me responden, pero sacan de allí aquel cuerpo convertido en llave allen, de dedos retorcidos e inservibles. Una llave vieja e inservible.