Era un noveno piso, y desde allí arriba todo parecía muy pequeño. Pequeño y lejano. Eso la intimidaba. Nunca había sentido vértigo, nunca… hasta ese preciso momento. Llámalo vértigo o llámalo pánico. No era por la altura, claro que no, ella lo sabía. Era por lo que había allí abajo, por lo que la esperaba tras aquellos metros. Porque ¿cuántos metros habría?
Un noveno piso, ¿quién sabe? Seguro que miles…
Aún no estaba preparada, ese era el problema, el primer problema, porque el segundo eran aquellos metros que la separaban del final de su conciencia. Y no quería preguntarse el porqué, pero no podía evitarlo. ¿Por qué?, unido a los malditos «¿y si…?». ¿Y si no se hubiera conectado aquel día, por romper la rutina?, ¿y si nadie le hubiera hecho caso?, ¿y si nadie hubiera opinado?, ¿y si nadie se lo hubiera tomado a guasa, si alguien se hubiera asustado?, ¿y si no hubiera leído los comentarios?, ¿y si no se le hubiera ocurrido la estúpida idea de plantear aquel reto en forma de test en su «story»?
Pero es que estaba tan harta… Harta y cansada. Harta, cansada y vacía. Y deprimida. O no, deprimida no sería la palabra. Qué más daba. El caso es que se sentía una mota más de polvo en aquella casa de muebles viejos y madera roída. Una mancha más en las paredes llenas de humedades. Una sombra más en la noche que se vuelve transparente durante el día. Y si hubiera descorrido el cerrojo y permanecido allí enclaustrada, sin encerrarse, sin llamar la atención, sin hacer el menor ruido, sin pedir nada… Nadie se habría dado cuenta.
Sus followers sí, ellos sí que estaban cada día allí, al otro lado de la pantalla del ordenador, esperando sus textos, deseando que ella respondiera a sus comentarios, mordiéndose las uñas si no obtenían alguno de sus likes.
Tal vez estaba siendo exagerada. No era ninguna «influencer», solo un perfil con una foto sugerente y unos textos cautivadores que componía siguiendo patrones de lectura. Detrás, sus sentimientos implícitos, y de cara a la galería, un lenguaje pasivo y provocador. Eso llenaba sus días, era lo que la animaba a no desesperarse y ser ella misma, le hacía olvidar sus miserias y su realidad. Cada vez que encendía el ordenador y se conectaba a la red, se transformaba en ambigüedad, en fortaleza, en sueños cumplidos. Ainigriv entraba en acción y ella se esfumaba.
Pero ahora era ella la que estaba allí encaramada y no Ainigriv, y eso era injusto.
Ainigriv no habría sentido miedo, habría cerrado los ojos y se habría dejado llevar. No… no era así. Ainigriv habría mantenido los ojos bien abiertos y habría sonreído mientras trataba de calcular los metros que la separaban de la satisfacción de sus seguidores. Sonrisa y grito de triunfo, un corte de mangas a la realidad. Un hasta siempre y un «sí he sido capaz».
El caso es que ella no era capaz. Pero debía hacerlo, debía responder por Ainigriv, a pesar de que se había equivocado.
¡No, nunca se equivoca! Deben fusionarse los dos, ser la misma persona. Mundo virtual y real juntos, indivisibles. Ella tomaba las riendas y se volvía valiente, segura de sí misma, retadora, provocadora, cumplidora. Porque debía hacerlo: cumplir. Y si no, ¿por qué entonces había planeado el reto? Ahora debía ser consecuente, aunque nunca antes lo hubiera sido en ninguna faceta de su vida. Había creado aquel perfil y debía fusionarse con él, ahora debía ser Ainigriv y morir junto a ella. Eso lo entendía. Lo que no comprendía era por qué los demás querían deshacerse de ese perfil que tantos debates les proporcionaba, que tantas satisfacciones en forma de textos e imágenes les daba. ¿Eran seguidores o justicieros?
Quería encontrar el momento en el que había planteado el reto. Tan valiente y osada como era Ainigriv, y aquel día de aburrimiento no se le había ocurrido otra cosa más que darle emoción a las redes planteando un dilema, dando dos opciones y proporcionando a sus seguidores la opción de decidir. Las respuestas eran sencillas, meros monosílabos que la separaban de las teclas y la conducían hacia el abismo, o la mantenían allí plantada durante más tiempo.
En el fondo había deseado una respuesta por goleada. Sin embargo, la realidad hasta cierto punto la aliviaba. Otros habían tomado la decisión que durante tanto tiempo a ella le había costado tanto asimilar. Y ahora debía cumplir su parte del trato. No podía dejar a Ainigriv en mal lugar.
«Cumpliré», sentenció, y dejó que uno de sus pies tomara la iniciativa. El resto de la historia puedes encontrarla en los comentarios de los que le habían pedido que no lo hiciera.