De niño le encantaba quedarse mirando bucear a los patos. Se sentaba junto a la orilla y veía cómo desaparecían en la superficie, para después volver a salir a flote, casi siempre sin presa pero sin perder el entusiasmo. Una y otra vez.
Hoy miraba a la misma orilla pero no había patos. Habían desaparecido hacía al menos 20 años, igual que los tiburones, las ballenas, los cormoranes… y casi la mitad de la población del planeta.
El Virus del Deshielo (así lo llamaron en los medios) se había llevado literalmente a la mitad del planeta por delante. Recordaba los cuerpos de los animales pudriéndose en la orilla o amontonados en las calles, las lágrimas y el desconcierto. El virus barrió el globo de norte a sur, sin piedad, lógica ni sentido.
Así que se sentaba cada fin de semana con su hija en la misma orilla a la que iba cuando era pequeño, albergando la esperanza de poder mostrarle algo de todo lo que se había perdido algún día, y le contaba historias sobre patos, ballenas y personas que ya no estaban.
La niña se dedicaba a construir grandes muros de arena mientras escuchaba. Le encantaban las historias sobre los animales del mundo de su padre, y año tras año fue aprendiéndolas palabra por palabra. Cuando su padre ya no pudo contarlas, fue ella la que se las contó a él, con la promesa de mantenerlas vivas cuando ya no estuviera.
La niña creció y siguió yendo a la misma orilla, explicando las mismas historias a cualquiera que quisiera prestarle oídos. Ella se las había contado a sus hijos igual que su padre se las había contado a ella, y hoy sus hijos se las contaban a sus nietos. Había cumplido su promesa.
Hacía al menos 15 años que no volvía a aquella orilla y sabía que iba a ser su última visita. Sus nietos se entretenían jugando y su hijo le estaba explicando algo sobre una nueva tecnología que les permitía filtrar el aire. Algo muy revolucionario por lo visto, pero a lo que no prestó atención.
La niña de melena plateada estaba perdiéndose en sus pensamientos. En las barreras de arena, en su padre, en sus hijos, en que se acababa su tiempo. Por eso no escuchó los gritos de los niños, ni vio cómo su hijo se levantaba corriendo.
Volvió al presente cuando su nieta mayor comenzó a zarandearla con emoción. Cogió su mano y la arrastró hacia la orilla. Había un pájaro de pico amarillo entrando y saliendo del agua, sin presa, pero incansable. Su hijo se acercó a ella con lágrimas en los ojos.
– Mamá, ¿es lo que creo que es?
Para Luis, el observador de patos original.