Eres cobarde. Me atas las manos a la espalda y me amordazas. No es que tengas miedo a que grite, solo es que no quieres oírme. No te interesa lo que tenga que decir, ni te amedrenta mi lamento. Así estoy más guapa, callada, inmovilizada. Así es como debe ser.
Eres miserable. Prometiste que me mirarías a los ojos y que me respetarías, que me dejarías tranquila mientras no hiciese demasiado ruido. Pero no has necesitado ni una sola señal o perturbación. Mi sola existencia ha bastado para que me señales con el dedo y pretendas lapidarme.
Eres intolerante. No te gusto porque soy diferente a ti. No me soportas porque no comulgo con tu forma de ver la vida. Me odias porque crees que soy una amenaza. Me insultas porque me ves inferior y desviada.
Eres estúpido, porque no eres capaz de ver más allá de tu aura egocéntrica y soberbia, porque te has anclado en el discurso de quienes son polvo y cenizas, porque sigues pensando que la tierra es plana, porque discrepas de todo y solo asientes cuando hablan los que son como tú.
Eres pasado, por mucho que te empeñes en vivir el presente y mirar por el futuro. ¿Qué futuro? El horizonte que solo vale para ti, un horizonte monocromático y borroso. Los colores que crees ver y que defiendes a ultranza son solo una mezcla de pigmentos, una percepción visual, un juego de luces, una invención del cerebro humano.
Eres verdugo. Crees hacer justicia cuando silencias impunemente a quienes levantan la voz, sin importar quien muerda el polvo. Juzgas por indicios y por certezas, condenas sin derecho a defensa y ejecutas tus propias sentencias.
Eres perspicaz. Tenías estudiada esa base de datos que no queremos reconocer como real. Perfiles en las redes sociales, newsletters, seguimiento con la geolocalización. Me tenías controlada. Te lo he puesto en bandeja.
Podría seguir definiéndote aunque no me escuches. Sé que lo ves en mis ojos. Me miras fijamente, con descaro, con ese gesto de superioridad. Y me lees mis pecados y mi condena. No merezco apelación alguna.
La vida es cíclica. Vuelve a ser la hora de la purga