Todo era silencio a su alrededor. Por fin estaba sola. Por fin podía sentirse tranquila. Se levantó dolorida de la cama y fue dando traspiés hasta el otro lado del cuarto, en donde estaba el espejo de cuerpo entero. Tan solo intuyó las formas de su cuerpo, sus curvas, la silueta. No le hizo falta más. Agarró su bata y cubrió el cristal. Aquella mañana no le apetecía contar los moratones, ni las cicatrices, ni tan siquiera interrogar a aquellos ojos oscuros y eternamente tristes.
Se vistió con lo primero que encontró en el armario: unos pantalones vaqueros y un jersey cualquiera entre varios amontonados. Daba igual la combinación de colores. No le importaba mezclar tonalidades ni tejidos, solo cubrir las marcas de su cuerpo.
Fue hasta el baño, se lavó la cara y desenredó su pelo de espaldas al espejo. A continuación observó durante unos segundos el neceser donde guardaba el maquillaje. Algo le decía que debía cogerlo, que tenía que fabricar aquella máscara diaria sin la cual no podía salir de casa. Pero su cuerpo estaba paralizado y su mente vagaba. Con solo recordar el olor de aquellos potingues, sintió náuseas.
Aquel día, no.
Tampoco le apeteció hidratarse, ni perfumarse, ni retocarse con aquellas pinzas roídas. No estaba de humor.
Definitivamente, aquel día ni su mente ni su cuerpo estaban dispuestos a moldear el disfraz que le habían impuesto, y sin el cual tenía prohibido exhibirse ante los demás.
No sabía qué había podido cambiar durante el transcurso de la noche. ¿Podía haber sido algún sueño, alguna alucinación? De lo que estaba segura era de que de forma repentina algo parecía haber alterado su subconsciente, hasta el punto de anular su voluntad de seguir las normas, porque, si no, no entendía otro motivo por el que de pronto hubiera decidido dejar de pasar por una mujer tal y como como marcaba la sociedad.
Quizás era que su cuerpo había dicho «¡basta!», o que ya no podía soportar el dolor que se infligía; tal vez, su mente de pronto le avisaba de que debía dejar de autoflagelarse, que aquello no le ayudaba a soportar la verdad. Y ¿cuál era la verdad? Aquella verdad que no era cierta para ella: que lo que marcaban los cánones impuestos por unos cuantos la hacían imperfecta para los demás.
¿Realmente era tan imperfecta?
No había motivo tal vez por el que aquella mañana en concreto hubiera decidido romper las normas; simplemente, estaba cansada; simplemente, estaba harta de ser un número más; simplemente, estaba harta de fingir ser quien no era. Tenía que elegir un momento para parar de castigarse, y el momento era aquel.
Por eso, destapó el espejo, se situó ante él, se desnudó y contempló su cuerpo sin disfraces ni prejuicios. Abrió la boca y pronunció su nombre. Se presentó a sí misma, y estuvo encantada de conocerse.